Imagen: El “muro de la vergüenza” que separa un asentamiento humano de una de las zonas más lujosas de Lima.
En el Perú de los últimos años, es difícil referirse a una arquitectura nacional contemporánea sin recurrir a las constantes referencias de los galardonados arquitectos peruanos en el mundo; los mismos que inauguran “esplendorosas” obras no solo con programas casi siempre similares, sino con la materialidad y el carácter que pareciera emerger de una portada de revista repetida. Precisamente por tratarse de la principal referencia de la arquitectura nacional en los ámbitos internacionales, son estas obras las que cargan el título de “arquitectura peruana contemporánea”. Es así, que son: las casas de playa, las casas de campo y los chalets, la principal referencia de nuestra arquitectura nacional, en un escenario en emergencia que dista enormemente de los atractivos nombres de las obras premiadas.
¿Es posible hablar de una arquitectura nacional sin el reconocimiento de la colectividad? Tal como expone el antropólogo Joel Candau en su texto Memoria e Identidad, para que exista una identidad fuerte y un sentido de pertenencia, es fundamental que exista una memoria reconocida por la gran mayoría de los miembros de un grupo; sin ésta, es imposible hablar de identidad. Es por eso que, en la actualidad, es difícil y hasta peligroso reconocer que existe una arquitectura peruana contemporánea con nombre y apellido, o por lo menos con identidad propia.
No obstante, como se menciona al principio, el ejercicio de la arquitectura más notable en nuestro país, se reduce cada vez más a la adaptación de modelos mundiales exitosos, a la búsqueda de la forma de portada de revista, casi al “escaparatismo constructivo”; y por supuesto, reflejan una realidad por demás alejada de lo que los peruanos de a pie están acostumbrados a ver, apreciar y reconocer como suyo. Estas obras con presupuestos soñados se convierten en lo inalcanzable para esta mayoría, sin embargo y de manera contradictoria, poco a poco se van consolidando como la “arquitectura oficial” y aceptada en el argot de la élite profesional limeña que dirige el resto del país. De este modo y casi a la fuerza, se intenta contener la arquitectura del Perú en Lima, subvalorando lo local o lo que no se encuentre estéticamente ligado a los cánones oficializados por una minoría.
El arquitecto Jorge Tomasi, discrepa de esta postura, mencionando que este discurso se consolida como una especie de dogma, “convirtiéndose en arquitectura implantada que busca delimitar aquello que será avalado y lo que no”. Esto, sin lugar a dudas, además de desacreditar las construcciones y las formas tradicionales de habitar, contribuye en generar segregación social con el simple hecho de establecer un usuario tipo y lo que le corresponde como hábitat; catalogando incluso los materiales, las funciones y los espacios. Es decir, se genera una arquitectura elitista.
Como es históricamente conocido y según lo explica el reconocido arquitecto Spiro Kostof, desde la aparición del primer arquitecto en el mundo, este siempre ha estado relacionado con la riqueza y el poder. Por lo tanto, la consciencia arquitectónica que se enseña de generación en generación ha cargado con una falta de estímulo social -tan necesaria en nuestros tiempos-, como una materia mal aplicada.
Si partimos por el hecho de definir, según la propia misión del gremio de arquitectos peruanos, que hoy en día la arquitectura además de construcción debe ser un puente de oportunidades para mejorar el hábitat de una población; la labor del arquitecto no puede reducirse a crear islas sino que debe tejer hilos lo suficientemente fuertes, de manera que la población entera se vea beneficiada. Estos hilos solo se pueden construir cuando la sociedad conoce el significado de las cosas para darles un sentido de pertenencia. Como lo define el arquitecto Jacob Bakema en su obra La arquitectura y la nueva sociedad, “la arquitectura es simplemente la expresión espacial del comportamiento”. Consecuentemente, en el presente escenario nacional, donde lo desigual es lo común, la arquitectura debe adaptarse y dejar de ser altiva e incomunicante; sino que debe actuar como medio para reducir estas desigualdades.
En ese contexto, hablar de una “arquitectura oficial”, no hace más que imponer y seguir generando diferencias. Este discurso se ha instituido en el imaginario colectivo como la corriente oficial de lo que está permitido hacer en el Perú para ser merecedores de un galardón tanto físico como de aceptación profesional y social. Es por eso, que no solo genera diferencias entre la población, sino también entre los mismos arquitectos. Lo que se produce fuera de estos estándares es mal llamado huachafo, sin gusto y hasta banal; y nuevamente se generan contradicciones en la delgada línea de la integración.
¿Es acaso pertinente destacar la creación de lo común frente a un escenario de pluralidad tanto cultural y social como lo es el Perú? El problema radica en que el ejercicio de la arquitectura nacional, se ha afianzado como un espectáculo narcisista y sumamente personal. Se busca una recompensa antes que una satisfacción, se trabaja motivado en el galardón antes que en los resultados; acomodándonos para ello en lo seguro, en lo oficialmente aceptado e ignorando por completo la realidad que nos desborda.
Es por eso que es bastante atrevido pensar que una arquitectura sumamente local, elitista y sobre todo estandarizada, pueda ser suficiente como para representar la identidad de un país. Estas características no solo desmerecen la consolidación de una arquitectura nacional porque separan y hacen diferencias, sino que además contribuyen en seguir generando segregación.
En nuestro actual escenario, la idea de que una arquitectura elitista sea la representación de lo “oficial”, debería estar por demás descartada, ya que es nocivo adjudicarle el peso de un carácter nacional cuando ésta solo sirve a una minoría. La arquitectura de calidad es un derecho fundamental para toda la sociedad porque ésta última es la razón de ser de la otra. Por lo tanto, la búsqueda de la aspirada arquitectura peruana contemporánea, debería responder a mejorar la calidad de vida de la colectividad.
No es suficiente con nombrar el proyecto en algún dialecto autóctono para quitarnos el peso de la responsabilidad. Hace falta mirar con nuevos ojos, quitarnos las posturas aprendidas y empezar a ser conscientes de las cosas que se podrían cambiar si hiciéramos de la creación un verdadero baúl de oportunidades para todos. Existen ejemplos cercanos de lo que se puede lograr si dejamos de lado la búsqueda del elogio para empaparnos de la verdadera razón de ser de nuestra profesión. Ciudades como Medellín o Sao Paulo nos han demostrado la capacidad que tenemos como profesionales para mejorar la sociedad e intentar afianzar una identidad real mediante la arquitectura.
En ese sentido, es bastante irrisorio pensar que estamos cambiando algo para mejor cuando permanecemos en el terreno cómodo, bajo la sombra de lo aceptado y de los aplausos dados por sentado. La verdadera acción y la verdadera necesidad están ahí afuera, donde se menosprecia la invención por no reconocerse dentro de los paradigmas importados: en ese albañil que se te acerca a pedirte que lo apoyes “con un dibujito” en su terreno de 90 m2 o en esa maestra que anhela construir su vivienda en el pico más alto de Cerro de Pasco. Esa es la verdadera realidad de la que tanto escapamos. En estos terrenos se necesita la creación ganadora de los premios internacionales, en estos terrenos hace falta consolidar las bases de una arquitectura nacional contemporánea, con más trabajo y menos disociación. Ya es tiempo de que los arquitectos peruanos dejemos de aspirar a ser estrellas y comencemos a trabajar por unificar, desde las facultades hasta los egos más consolidados.
La arquitectura peruana contemporánea nunca ha estado más expuesta al mundo como en estos últimos años. Reconocidos arquitectos peruanos están siendo catalogados como los portadores de los lineamientos de la arquitectura peruana contemporánea en Latinoamérica. Sin embargo, esta oficialización de lo común y de lo aceptable, no hace más que reflejar un espejismo irreal que solo existe en la imaginación idealizada de algunos arquitectos. Lo que se proyecta al mundo no es lo que hay en el Perú, ni siquiera se acerca a parecerse. Este país no necesita construir más casas de playa emergidas de un mismo patrón, es momento de despojarnos de las poses y de intentar construir en el mayor sentido de la palabra, una arquitectura nacional real y consolidada, donde se utilice el arte de la creación para mejorar el hábitat de una nación y no solo de unos cuantos.
Si queremos consolidar una arquitectura nacional contemporánea como una vía para consolidar nuestra identidad -o por lo menos ser merecedores de adjudicarnos su representación-, debemos empezar por incluir en el proceso a la otra cara de la población. Esta es nuestra realidad y también hay que ocuparse de ella, ya que hace tiempo que el Perú dejó de ser solo Lima, Lima el Jirón de la Unión, y el Jirón de la Unión, el maremágnum de la élite. Estamos pues, ante otra realidad que desborda nuestros linderos reconocidos.