Definir
identidad hace inevitable demandar el término de memoria. Esta última es la
razón de ser de la otra, por lo tanto con las representaciones sociales,
individuales o colectivas del pasado, se afirma o desaparece una identidad. La
memoria es el principal nutriente de la identidad, 1 tal como afirma el antropólogo Joel Candau.Durkheim por su parte, define la memoria como
la ideación del pasado, en contraposición a la conciencia –ideación del
presente– y a la imaginación
prospectiva o utópica
–ideación del futuro,
del porvenir-.2 En
ese sentido, la memoria no se limita a registrar o reproducir el pasado de una
manera mecanizada, sino que realiza un trabajo de selección, reconstrucción y a
veces hasta de idealización de un pasado, siendo no solo representación sino
también construcción.
Así
como la identidad, la memoria también puede ser individual o colectiva. Ambas
dentro de sus categorías presentan particularidades y diferencias; la memoria
colectiva es la memoria de un grupo, pero entendiendo que es una memoria conectada
entre los miembros del grupo. Existirá entonces una relación entre los dos tipos
de memoria, ya que toda persona -memoria individual- se mueve, expresa y
relaciona de acuerdo a los términos que le proporciona su cultura -memoria
colectiva-. La
memoria colectiva se aprende mediante procesos sociales a los que llamamos
tradición, lo cual no es más que una muestra de la memoria que se va reafirmando
y comunicando de generación en generación. Para garantizar su prevalencia, esta
necesitará ser reactivada, pues por su carácter de memoria, corre el peligro de
desaparecer con el tiempo, es por eso que las tradiciones se mantienen como
tales, gracias al papel de las conmemoraciones y otras celebraciones que constituyen,
una memoria colectiva en acción.3
A
primera vista, la supervivencia de las sociedades se puede definir mediante la
conservación de estos objetos o prácticas. El patrimonio entonces es una puerta
más al pasado y conservarlo se entiende como la mejor forma de conservar
nuestro pasado –identidad- para poder usarlo en el futuro. Esta lectura de la ciudad
parece ser entendida bajo una postura puramente teórica, casi poética pues el
lenguaje sentimental es el único medio con el que se puede entender los niveles
de relación de pertenencia de los seres con el entorno edificado. Como define
el doctor en humanidades Alejandro Araujo: “…la conservación de los recuerdos es una práctica entendida directamente
desde imaginarios concretos que definen cómo es usado el pasado por cada
sociedad o en forma más compleja, cuál es la experiencia de la temporalidad de
cada sociedad”.4
Entendemos
así que las representaciones que conforman el presente, fueron selecciones realizadas
en su momento por presentes que hoy conforman nuestro pasado. Ellos decidieron
conservar un edificio, una plaza, una iglesia; porque veían en estos objetos
parte del legado que dicho presente, quería dejarle al futuro. Bajo este
razonamiento, un conjunto importante de monumentos, objetos y edificios, se
decidió conservar para estimular y consolidar un espíritu de identidad nacional
para diseñar la comunidad imaginada.
Los antropólogos además, suelen hacer
una distinción entre
memorias fuertes y memorias débiles. Según Candau, una memoria
fuerte es una memoria masiva, coherente, compacta y profunda que se impone a la
gran mayoría de los miembros
de un grupo,
cualquiera sea su dimensión o
su talla.6 Se puede resaltar que este tipo de memoria genera
identidades igualmente fuertes, estas suelen ser por ejemplo; la memoria
religiosa de las iglesias y de las creencias, la memoria étnica, la memoria
genealógica y otras más. La memoria débil es por el contrario, una memoria sin
contornos bien definidos, difusa y superficial que difícilmente es compartida
por un conjunto de individuos, cuya identidad -precisamente por ello-, resulta
débil. Es justamente este tipo de memorias las que encontramos en la urbe, las
cuales por ser tan débiles casi no se transmiten y su lectura es sumamente
borrosa, sin embargo son las que definen la capacidad de relación de
pertenencia de los habitantes con el espacio urbano. En ese sentido, no
esperamos encontrar en la ciudad memorias colectivas fuertemente integradas,
unificadoras y ampliamente compartidas, sino sólo memorias fragmentadas y
precarias. Como observa Bourdieu, la pluralidad de las memorias es el corolario
de una pluralidad de mundos sociales y de una pluralidad de tiempos, y es precisamente
esto lo que encontramos en el espacio urbano. 7
Finalmente, la memoria e identidad son
valores subjetivos, los distintos actores que intervienen en la ciudad tendrán
diferentes percepciones, prioridades o valoraciones de acuerdo a sus
respectivos intereses. Tratándose de valores intangibles, no cuantificables ¿es
posible medir la identidad de un lugar? A simple vista pareciera tratarse de un
asunto sumamente espiritual, pero la importancia de determinar cuáles son los valores
de identidad de un lugar va más allá de obtener datos cuantificables, se trata
de entender los sentidos materializados por la gente que lo habita, lo cual se
localiza en la profundidad de un orden
simbólico interiorizado y significa la imposición de la capacidad de
simbolización de los pobladores frente a la presunta concepción de una ciudad
por sus diseñadores o sus más neutros parámetros de referencia.
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Citas:
1. CANDAU, Joel, (1998). “Mémoire et identité, París, Presses Universitaires de France.”
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